- 30 Sep 2021
¡Basta de gauchos dodecafónicos!
«El desierto negro» y «Samurai» conforman una suerte de par, o de díptico, como si ocuparan páginas enfrentadas de un mismo libro abierto. Están hermanadas en su representación del imaginario de la Argentina rural del siglo XIX. Se nutren de la tradición gauchesca: el universo del cuchillo, el caballo, el poncho, el rancho, el duelo, la intemperie. Comparten la fotografía inspirada de Jorge Crespo, el claroscuro, el encuadre límpido, los movimientos acompasados, la presencia del fuego. Comparten la música de Ezequiel Menalled, las percusiones sinfónicas, el clarinete de toque contemporáneo, la guitarra. Si bien todo esto las acerca, hay algo primordial que las diferencia. Ese algo tiene que ver con el tiempo.
«El desierto negro» se estrenó en el BAFICI, en 2007. En una de esas funciones, un crítico que gozaba de renombre por esas épocas, abandonó la sala al grito de : “¡basta de gauchos dodecafónicos!”.
Al momento de imaginarla, me alentaban las ganas de retratar la pampa; las grandes extensiones, el cielo enorme, los cañaverales, la luz mala. También cierta idea de amortiguar la trama, demorar la rueda de la peripecia hasta volverla un movimiento imperceptible. Y, por sobre todo, a través de un blanco y negro rabioso, abolir el tiempo histórico, la línea que otorga principio, desarrollo y final, la dirección que encadena causas y consecuencias. Así, el gaucho Miguel Irusta muere dos veces. Un mismo soldado atónito debe enfrentarlo en ambas ocasiones. La primera vez, le descerraja un trabucazo al rostro en una cañada, al caer la tarde, y lo ve desaparecer y desangrarse en las profundidades del pantano. Pero al cabo de un tiempo volverá a encontrarlo en el rancho de una mujer que vive sola con su hijo, y ordenará su fusilamiento para la mañana siguiente, en medio de una espesa bruma. Hay en la narración un aliento mítico, algo que se niega a morir, algo que retorna, algo indiferente y ajeno a la Historia.
«Samurai» se estrenó en Mar del Plata, en 2012. Por el contrario, acá la Historia ocupa por completo el centro del tapiz. Asistimos al recorte preciso de un momento de la política, en la Argentina y el Japón. Allá, los señores feudales invocan el retorno a las tradiciones, pero en el modo de la simulación y la farsa. El emperador recupera privilegios, Japón vuelve a abrir sus puertos al comercio internacional, cerrados por más de 200 años. En la bahía de Edo, los buques de los Estados Unidos amenazan con el bombardeo, como en un preámbulo de Pearl Harbor, invertido. Mientras tanto, acá, se ponen en marcha operaciones militares para integrar el sur del territorio al núcleo de poder consolidado en Buenos Aires. Pocos años hace que las tropas criollas volvieron del Paraguay, de librar una guerra ajena a los sentimientos populares, una guerra diseñada en gabinetes de Londres y Río de Janeiro. Tanto en el Japón milenario, como en esta “nueva y gloriosa nación”, el mundo se está reconfigurando para entrar al Siglo XX. Asistimos al despliegue de la modernidad y sus gestas colonizadoras. El detalle particular lo da la inmigración, en este caso una inesperada, como la de un japonés en las montañas sudamericanas. El facón cede su lugar a la katana, el coraje gaucho convive con el rigor ético de los Samurais. Los colores estallan, los idiomas se entremezclan, los malentendidos se multiplican.
En ambas películas sobrevuela la sombra del western. El gran viaje a través de espacios abiertos. En un caso la fuga, en el otro la búsqueda. El ejército persigue a Irusta en «El desierto negro». En «Samurai», un joven Takeo confía en que podrá encontrar en estas tierras a Saigo Takamori, el jefe guerrero que tras la derrota comete suicidio ritual en el campo de batalla. ¿O acaso partió al exilio, a tierras desconocidas, desde dónde volverá para imponer justicia? Takeo pretende unirse a sus filas y recuperar así un sentido para su vida, desdibujada por las malas decisiones de su padre, quien sólo aspira a cultivar la tierra y adaptarse a la nueva patria que, generosa, les brinda asilo. Ebrio hasta la maceta, Poncho Negro repite como una plegaria, “Saigo vuelve”.
Algunas veces lo obvio es lo último que vemos. Acerca de «El desierto negro» fue Emilio Bernini, en la revista Kilómetro 111, quien le regaló un último sentido. Según su mirada, se trata de una película de fantasmas. Hago el recuento: el fantasma del padre que es abatido por la espalda en la primera escena. Los fantasmas de las víctimas, que acechan a Irusta, entre el humo y los cardales, para que no olvide sus culpas. Las almas en pena de quienes sembraron con sus huesos los campos de batallas, y en las noches de luna iluminan el horizonte con sutiles fosforescencias. Las siluetas de un grupo de campesinos que cruzan la pampa cantando, con sus guadañas al hombro. El fantasma que se le aparece a un miserable oficial del ejército, que mata a un hombre y se lo vuelve a encontrar, en otra configuración del destino.
Irusta es un gaucho sin caballo, un gaucho de a pie. Guillermo Angelelli lo imaginó dando enormes zancadas, que acortan el infinito que caracteriza a la pampa. Con el primer resplandor de la mañana dibujando sombras en la pared de adobe, la Carmen que interpreta Mónica Lairana se despierta de un sueño turbulento y se hace cargo del disparo definitivo.
En «Samurai», el Gaucho tiene caballo, pero perdió los brazos por una bala de cañón, haciendo la guerra en el Paraguay. “Difícil calcular, entre el humo y las balas”, rememora, y la mirada se le nubla. Alejandro Awada le confiere a su Poncho Negro el temblor de los desesperados, el arrojo de los verdaderos valientes, la nobleza de los verdaderos amigos.
En ambas películas, sobre el final, los gauchos mueren. Acaso para regocijo de quienes recomiendan necesario ofrecer tal abono a estas tierras irredentas.
Suscríbete al Newsletter para enterarte primero de todas las novedades.