Una mirada y percepción amorosa, sobre una escuela fuera de serie

Ulises de la Orden nos sumerge en la producción de «Marea y viento», las primeras ideas y su confrontación con la realidad, los procesos de aprendizaje de toda una comunidad educativa, incluidos quienes participaron del rodaje.

En un principio, como idea originaria, me imaginaba filmar dentro de un aula, a lo largo de mucho tiempo, por lo menos un año, con la intención de encontrar la estructura dramática del proceso pedagógico. Por supuesto que eran muchas las dudas técnicas y formales: como integrarme ahí dentro, con la cámara, los micrófonos y las tres o cuatro personas de mi equipo, sin que todo eso impidiera el natural desarrollo de justamente aquello que yo quería filmar. Opté por confiar en mi instinto, y la experiencia me marcaba que con el devenir de los días íbamos a ser una parte más del conjunto hasta volvernos invisibles.

Con esto en la cabeza, comencé a buscar una escuela donde aceptaran este experimento. No fue fácil. Me encontré con mucho temor por parte de los directivos en las escuelas públicas y recelo en las privadas. Busqué y busqué. Pero nada. Cuando parecía que iba a ser uno más de los proyectos que van a dormir su sueño final al fondo de un cajón, recordé que mi amiga Cecilia tiene un vínculo especial con las escuelas experimentales y recurrí a ella. Con su presentación llegué a la escuela “Los Biguaes”, en el Delta del Paraná. No es ni pública ni privada. De hecho, no es una “escuela”. Pero sí es una comunidad educativa. Me escucharon y se tomaron su tiempo para determinar si el colectivo de madres, padres y docentes admitía que produjéramos esta película dentro de su salón.

Me encontré que mi sueño inicial, de filmar un proceso, dentro de un aula, no iba a ser posible. Simplemente porque en “Los Biguaes» no hay aulas y jamás está claro cuál es el proceso. Pero me recibieron y se hicieron parte del proyecto.

Como siempre pasa (al menos a mí), el proceso de investigación termina el día que damos por cerrado el montaje. Así que me pasé un año entero filmando las rondas en el salón -no voy a explicar nada de la dinámica interna de la escuela, vean la película- y si bien no hay determinación académica de cuál es el proceso que las niñas y los niños deben hacer en el ciclo lectivo, descubrí que hay infinidad de crecimientos y aprendizajes que se dan en conjunto, en libertad, asumiendo responsabilidades con autonomía, incluso en el caso de los más chiquitos de dos o tres años. Y el que hizo el proceso fui yo. Ojalá el pasaje de mi equipo de rodaje por el salón de “Los Biguaes” haya dejado a ellos tantas enseñanzas como las que me llevé yo. Creo que al final de cuentas, fuimos un estímulo más para producir experiencias en aquel año y que todos lo pudimos aprovechar.

No es posible, aunque más lo quiera uno, meter la vida en 80, 90 minutos. Tampoco una escuela. Marea y Viento no es más que mi humilde mirada y percepción, amorosa, sí, sobre una escuela fuera de serie, hecha por familias y docentes con la sola convicción de que se puede educar sin reprimir, que desde la primera infancia se pueden asumir responsabilidades y de que la vida en comunidad demanda respeto y que todo ese esfuerzo nos hace mejores.